Que tu hijo conozca a tu padre

Mi padre murió cuando yo tenía 26 años.

De repente, de un día para otro. Sin despedirse ni decir adiós, sin aviso.

El día en el que había quedado conmigo para recogerme en la estación de tren.

Un día después de avisar en el trabajo que el viernes no iba a ir a currar, que llegaba su hijo de Madrid y quería pasar el día con él en la piscina. Que ya la había limpiado por si iba con mis amigos ese fin de semana.

Vaya por Dios.

Yo lo quería mucho, lo admiraba.

Lo sigo admirando, y todas las decisiones que tomo en mi día a día las hago pensando en cómo actuaría él en mi lugar.

Si está orgulloso de mí y mi forma de ser.

Fue un padre proveedor.

Con sus hijos, su mujer, sus amigos y compañeros de trabajo.

Nunca nos faltó de nada porque nunca dejó que eso ocurriera.

Trabajaba mucho, sonreía más, ayudaba cuanto podía y también imponía de cojones.

Imagínate: un señor de 1,90, musculoso, moreno rojizo por el sol sin ponerse crema ni una sola vez en 50 años, nariz alargada y ancha, encendiendo Marlboro cada 30 minutos y con mirada de nometoquesloscojones, chico.

Levantando a mis amigos, cuando teníamos 10 años, colgados sólo de su bíceps.

El que no lo conociese no se creería que es el mismo que jugaba a hacer cosquillas a su hijo pequeño hasta que se meaba de risa.

Hoy por hoy todavía me encuentro con gente con la que mantuvo amistad y me dicen lo buena persona que era.

A mí me da orgullo, pero también un poco de miedo.

Porque ahora me ven a mí como su hijo y su legado, digamos.

Y yo no quiero decepcionarles y ser menos que él.

Una de las peores cosas que te pasan cuando fallece tu padre (si tu padre era tan bueno como el mío, claro) es que te da pena por tus hijos.

Incluso si no los tienes.

Yo estoy lejos de criar descendencia, pero me entristece que ellos no vayan a conocer a su abuelo.

Que no sepan de él nada más que lo que yo les cuente.

Y no podré contarles todo, porque no lo sé.

Nunca le pregunté qué sintió cuando se casó con mi madre.

Cuando nació su primer hijo y las cosas no fueron como imaginaba.

Cuando ardió la fábrica, en la que invirtió media vida.

A quién odió en silencio y a quién admiraba.

Esas cosas que un padre no cuenta si no hay alguien que le pregunte.

Todo eso no lo sabré nunca y me quema.

Me quema de cojones.

No saber qué sintió cuando sus padres le dijeron que no podía estudiar, que mejor a trabajar con 16 años.

Si vio algún sueño roto.

Si tuvo miedo a no ser suficiente, a no ser un buen padre.

Si sangraba, si lloraba en silencio, si soy lo que esperaba.

Por eso ahora quiero que a ti no te pase.

Tu madre, tu padre y tu abuelo han vivido mucho... pero nadie lo ha escrito.

Nadie se ha sentado con ellos con un café y les ha dicho «venga. cuéntamelo todo».

Eso es lo que quiero hacer.

Me siento con ellos. Con tu padre, tu madre tu abuelo. O contigo.

Y les pido que se abran. Que hablen, que lloren si lo necesitan, que recuerden y sonrían.

Sin límite de tiempo. Sin preguntas de formulario. Sin correcciones políticas.

Ellos y yo.

Dos humanos mirándose a los ojos.

Les pregunto por lo que les hizo felices de verdad.

Por las veces que se arrepintieron.

Por cómo conocieron a su pareja.

Y a su expareja.

Por sus miedos, lo que aprendieron cuando nadie miraba.

Por lo que aún les duele. Y por lo que décadas después aún les hace sonreír.

Con todo eso, yo escribo su historia.

Una biografía íntima, potente y real.

Sin adornos, sin mentiras.

Con sus palabras y su forma de mirar el mundo.

Un libro que se guarda, se hereda.

Se abre en 30 años y te hace decir:

«Ahora sé quién fue mi padre. O mi madre. O mi abuelo».

Eso es lo que quiero hacer.

Y si quieres que lo haga con los tuyos, me escribes.

No lo dejes para más adelante.

Porque un día, sin avisar, puede ser tarde.

Y sé de lo que hablo.